Lo femenino fue siempre una metáfora a través de lo cual se ha expresado tradicionalmente el Surrealismo. Del mismo modo que la mujer, las ciudades representaron esta fascinación de los artistas surrealistas por aquella zona fundamental y rebelde del espíritu y la fantasía, que la mezquina y pretendidamente acomodada sociedad burguesa reprimía en su idealización del orden de las cosas.
La figura del flâneur pertenece a una figura perimida del siglo XIX, ya que el administrado siglo XX la sepultó. En 1916, Taylor publica Los principios de la administración científica, presentando las medidas necesarias que se tenían que aplicar para eliminar el callejeo, la pérdida de tiempo y el ocio. De allí su necesidad de sistematizarlo en un plan, para aumentar a partir de allí la productividad.
Sin embargo, aunque en nuestras sociedades cada vez más tendientes al orden, perderse empieza a convertirse en un exquisito arte, lo anónimo de las ciudades no deja de ser irreprimible. Todavía sigue en pie la posibilidad latente de efectivizar la histórica metáfora del surrealismo en relación a la ciudad y lo azaroso de la multitud; así como también el bosque, que con sus murmullos y cantos ocultos no han dejado de inspirar a los artistas.
Las calles, como metáfora de lo íntimo, el exterior parisino como el inconsciente donde lo íntimo se haya no en el interior sino en secretos pasajes de calles y restoranes, barcitos y multitudes que pasan, de un modo mucho más pertinente que las habituales imágenes de la conciencia interior de una persona que, atemorizada, intenta controlar el curso de todas las situaciones y los eventos. La vergüenza y el pudor son claros ejemplos fenomenológicos de que lo esencial no está en ningún interior, ni por ello se reduce a un solipsismo en el que se tuviera que cumplir con el mandato de la autenticidad, cuando no, de la sinceridad.
No sólo lo interior (el niño), está determinado por lo exterior (el adulto), sino que a su vez, lo exterior (el adulto), está determinado por lo interior inconmensurable (el niño). Como lo recordara Kierkegaard, el individuo lejos tiene que ver de la experiencia del pretencioso filósofo que se pretende estar por encima de los demás al retener en su pensamiento interior, lo infinito de lo exterior. El individuo se revela, no como mero reflejo de lo exterior infinito, sino como inevitablemente atravesado por este exterior infinito, del cual se rebela no infinitamente (posición patética y romántica), sino ocultamente camuflado en lo finito. De allí su libertad en escapar. Porque lo interior se encuentra en permanente sustracción con lo exterior. Es la experiencia en que se revela la verdad en la pérdida; en donde a través de esta huella que sólo surge cuando algo se somete a la pérdida, es donde se conquista lo propio. Lo propio no se conquista adquiriéndolo sino perdiéndolo. Si no se entiende esto se recae en la racionalización moderna de que es posible adquirir la verdad por mera voluntad. De esta forma, la verdad no es lo que se adquiere, sino la muerte de la voluntad, aunque a largo plazo, y en nombre, justamente, de la verdad. Es la pretensión, que en el fondo no es más que mera ilusión, de que el conocimiento esté libre y no sujetado a la voluntad, cuando es el sujeto el que se haya sujeto a la voluntad infinita, de quién?, de él mismo? del otro? No. Esa voluntad infinita pertenece sólo a ese lugar que va, de él mismo, al otro, sin reducirse ni a uno ni a otro. Reposa en un lugar sin apoyo, en el que se apoya la posibilidad de hacer surgir lo propio por perderlo. ¿En dónde? En este espacio que no es más que una experiencia de robo, de arrobamiento en la fascinación que nos produce la pérdida de toda medida y de todo orden fisonómico y fisiológico. Es la desmesura de lo inconmensurable, sea del instinto de celeste voluptuosidad, ardientemente sagrado y divino, como el experimentado por el desventurado joven Werther, sea como el rastrero andar del albatros, ese pájaro poeta de Baudelaire, rey de los vientos, que sin embargo no puede cantar su verdad en las alturas, porque antes que nada, el enorme peso de sus alas no lo dejan volar.
El flâneur, hoy no sólo tiene que vagar por las calles, ni refugiarse en el bucólico sueño del mundo natural, de los ingenuos paisajes que no hacen otra cosa que reflejar la propia ingenuidad. Tiene que tener la fuerza y la energía de mezclarse con las masas actuales, las comunidades virtuales, pero sin perder la conciencia de que es imposible adecuarse a ellas. No tiene que vivir sin la experiencia del apuro, y del atropello al otro. Tiene que sentirlo para después reírse de su sin razón. Tiene que habitar y empacharse de ese sentido, enmascararse entre ellos, para que desde su seno pueda estallar. Si es incapaz de esto, no sólo revela su cobardía, sino también su complicidad con lo general, sólo que a través de la denuncia constante.
Pero hoy sabemos que el hombre de la multitud, del cual Edgar Allan Poe se mostró fascinado, quizás haya dejado de caminar por las calles, por esas callejas sucias y peligrosas, con sus ardientes faroles y su color de fuego, para navegar por los virtuales carriles de operaciones lógico-binarias de la Internet. Un surrealista hoy no imitaría el vagabundeo por las calles, el viejo estilo del flâneur, sin volverse ridículo, ya que lo hace no para hacerse invisible, sin testigos, sino para que los demás admiren el valor de su valiente arrojo. Un surrealista no podría estar ajeno, hoy, a la tecnología, al flujo informático de mensajes y conexiones de líneas, incluso en el sentido pictórico. Lo que hará será contaminar todas las líneas de una inquietante extrañeza; lo que Freud denominó “unheimlich”. En especial sólo podrá operar modulando los tiempos de espera, que rabiosamente exigen reducir todo a la inmediatez, abandonando a las personas a la constante angustia de la desactualización permanente, en todo ámbito. No es posible superar esta angustia sino a través de la grandiosa imagen de Hegel, de la cual superar (aufheben) no es sino conservar y anular al mismo tiempo, ya que no se trata de autoexcluirse sino de advertir que el progreso no se detiene, mudando y resignificando todas las cosas. Y que si no pensamos esto, no para detener la totalidad del mundo, de una vez y para siempre, en las veleidades de nuestras, por lo general, soberbias y llenas de vanidad, pretensiones. Es necesario pensar la totalidad, pero como quien intenta subirse (y no ya domarlo), al caballo que Freud mostrara como el Ello, ya que este caballo es el dueño del movimiento. Y si pretendemos moverlo a nuestro capricho, no hacemos sino velar y enmascarar su egoísta cabalgar.
Se trata de minar lo cotidiano, de pequeñas bombas que permitan el surgimiento de fugaces iluminaciones, no para enceguecernos y refugiarnos detrás de una imagen, sino para escapar a los controles de nuestro control. Para salir, del sí mismo eternizado, condensado o desplazado, donde las leyes del inconsciente se muestran al parecer detenidas. Quizás por eso mismo nos de la sensación de que nada nuevo acontece.
El demonio moderno de la constante racionalización, se hace patético, e innegablemente tan absurdo que resulta imposible escapar al efecto hilarante que correlativamente produce; efecto que puede ser tan salvífico y terapéutico, como patética y mortíferamente inmovilizador, lo que se traduce en el despojamiento radical de toda soberanía, en una escatológica y oblativa dependencia al gran Otro.
Y esto es llamativo, porque este principio está en la base del capitalismo como del socialismo, en el producir, para controlar la sociedad, para eliminar la suciedad, como en la creencia de que con la suficiente energía se puede articular un plan para producir los efectos con que se ayudaría a los otros. Pero el orden civilizado y positivo de las cosas no quiere saber de todo. Nunca va a cuestionar lo bien intencionado, porque si supiera, y de hecho lo sabe en el fondo, que las buenas intenciones destilan una pestilencia en sus discursos, al ocultar justamente su propia mierda. Es la posición del burgués acomodado que se pretende generoso, ayudador, denunciando un marco general de injusticia, donde la perversión de la humanidad es responsabilidad de algunos, lo que demuestra su pueril ilusión de escaparle a ella. El ayudador da una ayuda pretendiendo que en su dación está dando algo contrario a la mancha en su ser, blanqueando todo rastro de participación en la violencia y la crueldad. Violencia que sólo se escamotea, lo mismo que se oculta la desesperación intelectual, en la infantil creencia de encuentros mágicos, como lo ha demostrado el misógino recurso, tributario del romanticismo alemán, de divinizar a las mujeres, como motivo después de una delectación masoquista que produce su alejamiento. Han tenido a las mujeres como vírgenes inspiradoras, musas, es decir, un mero objeto más, como aquel que bajamente las considera como siervas, prostitutas y esclavas.
Hoy la mayoría se siente atraído a huir fallidamente de su sí mismo para conquistarlo alienadamente en una mediocre mercancía. Nadie intenta escapar de su sí mismo sustrayéndose a las leyes de la mercancía, no sólo económicas. Lo que hace a algo único, invendible, no intercambiable, no es la conservación de la pureza, sino el despojo mismo de esta; su ser que no es ser sino atravesado por las flechas, sustraído, no con figuras e imágenes, sino con la bassesse (la bajeza, según Bataille), la descomposición de toda figura, imagen o forma (para Bataille en la pintura Olympia de Manet, la experiencia de la prostitución no era revelada, sino precisamente ocultada), en la sagrada y maloliente podredumbre de lo que se haya paralizado en el supuesto brillo áureo de lo normal, de lo políticamente correcto, que no es sino una estrechez y un burdo enmascaramiento del deseo, el cual estructuralmente no puede apartarse de la crueldad.
El carácter de la primera identificación freudiana, la de la incorporación canibálica del alimento totémico, sólo queda en un bello juego de palabras si no lo relacionamos con el carácter antropofágico de nuestra civilización occidental, como lo ha demostrado Montaigne en “De los caníbales”, uno de los ensayos más lúcidos de la modernidad. Antropofagia que no se ha perdido ni anulado, sino que se ha travestido, camuflado, so pretexto de piedad y buena intención, devorando todo aquello que llamamos bárbaro, que dicho sea de paso, no es sino el oscuro eco de nuestros temores más profundos. Como decía Umberto Eco, los pobres además de ser pobres, tienen que soportar los discursos que se hacen sobre ellos. De allí que la abundancia de riquezas, como de pobreza y marginación, sea producto de la civilización y el orden, pero esta no se constituye sin apoyarse sobre un caótico fondo de angustia y espanto, como aquel que la recorre en sus cimientos más íntimos. Y no me refiero solamente al espanto de las muertes, que se producen en la guerra producida en los bordes de la civilización, (Irak, Afganistán, Latinoamérica, etc.), sino, como diría Foucault, en los pliegues del discurso cotidiano, en la psicopatología de la vida cotidiana, de nuestra experiencia moderna. La peor y más mísera corrupción del espíritu es la que se pretende impoluta, políticamente correcta, y preñada de pureza moral. Es cierto, no somos primitivos, pero tenemos celulares y nos mandamos mensajitos.
Por eso es más que elocuente la interpretación que realizara Freud del mito de la cabeza de Medusa, donde reconducía este mito, como el antisemitismo, al complejo de castración, al horror producido por la visión de los genitales femeninos, en los cuales el vello púbico es desplazado a la cabellera frondosa donde se ‘multiplican’ las víboras.
¿Podría verse aquí, como síntoma del malestar en la cultura, en un texto fundante para nuestros relatos nacionales como lo es el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, el horror de los civilizados ciudadanos ante la frondosa cabellera de Facundo [1] y lo que con ello se aducía? En la dicotomía civilización-barbarie, aquello que históricamente se ha considerado indeseable (y por eso mismo insuperable) ha sido a mi criterio uno de los motivos de la creación, como si se tratara de una huida hacia adelante (o al menos, de las condiciones de posibilidad), de ese concentrado y equívoco aluvión que se llamó Buenos Aires, cuya confección pretendió planearse a espaldas –y a costas por supuesto– de lo ‘primitivo’ y retrasado. Una ciudad ‘civilizada’ y europea, la París de América, la cual aún no tiene ojos más que para la fascinación que provoca su propio ombligo.
Equívoco, por supuesto, ya que muchos, y no precisamente de la alta burguesía, se permiten las ensoñaciones más románticas. Como la de ser un flâneur que recuerda, y trata de imitar aunque con la peor mala fe, henchida de patético idealismo, el modelo de Breton cuando conoce a Nadja, al vagar sin propósito alguno por la ciudad. Este anacrónico flâneur, que va pateando por esas callecitas de Buenos Aires que tienen un qué se yo, viste. Hasta que se encuentra con la poco romántica y organizada, demasiado organizada planificación de los espacios. Mientras que sus sueños se van de a poco arrebolando en la onírica imagen de un atardecer palermitano, se encuentra no ya la división entre Palermo Viejo y Palermo Chico, sino, más acá de su conocimiento, con Palermo Soho, Palermo Hollywood, Palermo Madison, Palermo Queens, y Palermo Boulevard, que sería la zona intermedia entre Palermo Soho y Palermo Hollywood. Así es como las inmobiliarias van promocionando y asegurando una mística en cada lugar. Pero este flâneur, que va románticamente por la city porteña, por más que quiera no podrá disimular ni desestimar estas planificaciones que lo asedian de topetón, junto a la estrafalaria posibilidad de encontrarse con cualquier banda de pibes que lo tilden de ‘willy’.
Contra el idealismo de la razón y el orden, cabe lo que Pascal por un lado, y Bataille también sugerían. El bestializarse, que no es un embrutecerse, sino que es que el corazón pase por los resortes de la bajeza, por la pérdida de la gracia, por la experiencia profundamente terapéutica de sentir el desprecio, de entrever aquello que se oculta en lo preciado, en esa experiencia, está la razón de ser de la belleza.
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[1] Véase por ejemplo este fragmento del Capítulo 5: Vida de Juan Facundo Quiroga: “«Es el hombre de la Naturaleza que no ha aprendido aún a contener o a disfrazar sus pasiones, que las muestra en toda su energía, entregándose a toda su impetuosidad. Éste es el carácter original del género «humano»; y así se muestra en las campañas pastoras de la República Argentina. Facundo es un tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún género; su cólera era la de las fieras: la melena de sus renegridos y ensortijados cabellos caía sobre su frente y sus ojos, en guedejas como las serpientes de la cabeza de Medusa; su voz se enronquecía, y sus miradas se convertían en puñaladas.” (Facundo; Domingo F. Sarmiento. Cap.5 pág. 98. Ed. Colihue. 1998.)
Dibujos: Pablo Boffelli
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